miércoles, 30 de septiembre de 2009

+Oltrepassassi+

No deseo olvidar quien soy, pero tampoco quiero seguir siendo quien he venido siendo durante tanto tiempo.
Mis parpados me pesan cada vez que me veo de nuevo al espejo y veo lo que soy, lo que he creado, veo aquella extraña que no he podido llegar a conocer en estos veinte años de vida metida en este miedo que a veces me oxida y hasta logra llevarme a una demencia inconcreta. Esa que me lleva a estados de ausencia, la que no me lleva a ningún lado sino a ser aquella persona quien se cuestiona día tras día el por qué de su existencia y el por qué de tantas cosas que... Simplemente ahora no deseo recordar.

Sin pretextos, sin argumentos, sin historias que contar, o al menos eso creía. Anhelando una y otra vez en sueños; amando, deseando, viviendo por vivir una vida miserable.
A ella nadie le dijo nunca que la felicidad no estaba al lado del hombre que la había tomado por esposa; A ella nadie le dijo que los sentimientos herían más que las propias hojas de las navajas; A ella nadie le explicó que era más hermoso vivir en una realidad paralela; A ella nadie le dijo cuanto dolía amar a quien no se puede tomar.
Los molinos de viento daban aires de limpieza, aquél hermoso olor a lavanda sólo podía ser proporcionado por aquél viento que llevaba de tierra en tierra el exquisito olor de las aquellas florecillas. Sin embargo, los meses se fueron llevando la esencia de la lavanda, dejando tan sólo una vida llena de miseria, una vida supeditada a aquél hombre que la dañaba, la hería, la ultrajaba y luego desaparecía por meses sin dejarle nada que pudiese comer. Sola, ultrajada y por poco sin alma, vivía de las monedas que ganaba lavando la ropa de aquellos que no tenían el tiempo suficiente para hacerlo ni para pagar una esclava que lo hiciera por ellos.
Ella, indefensa, creyó que pronto podría enamorarse de aquél hombre, aquél que la había humillado tantas veces, que la había hecho olvidar de la felicidad que había imaginado junto a él.
Ella no deseaba descender de aquél sueño y golpearse con el suelo tan fuerte como para romperse en millones de cifras, millones de palabras, millones de frases que se quedaron por decir. Anhelaba cada vez más que aquél hombre jamás volviese, que jamás volviese a tocarla, a morder su cuerpo con aquél deseo que siempre lo hacía cada vez que llegaba sucio y con las manos ásperas y con aquél aliento que invadía su nariz hasta querer regurgitar.
Una y otra vez contaba cada segundo en el que ese hombre la penetraba mientras mordía sus senos, mientras la devoraba y ella no podía decir nada, sólo llorar en silencio sin que él se percatara puesto que ya estaba muy ocupado introduciendo, tocando, lamiendo y demás, mientras el silencio interno sólo le hacía llorar en silencio...
Siempre era la misma rutina, siempre que llegaba sabía que terminaría así y lloraba en silencio frente al espejo, mientras miraba su delgado cuerpo y su cara demacrada. Si bien era cierto, tan sólo tenía veinte años pero en su cara se veían siglos de dolor y tristeza. En sus ojos se podía leer un alma que se desangraba poco a poco un poco más; Unos ojos opacos y secos, secos de tanto llorar, y una mirada ausente, triste, desolada.

Lo amaba, le dolía amarlo, era pecado, o al menos eso le habían dicho cuando pequeña. Era adulterio, ¿pero qué más daba? Siempre estaba sola y él era el único que podía amarla, que no la ultrajaba, que cambiaba golpes por caricias, que cambiaba mordiscos por suaves besos. Aquél de quien se había enamorado era quien sabía amarla, quien sabía tocarla como a ella le gustaba, quien le demostraba amor con cada beso, con cada caricia.
(...)
Ella lo amaba, lo besaba y cometía adulterio, pero no le importaba si le descubrían porque no había nada peor que una vida junto a su marido, junto a aquél bastardo que hacía algunos años le había arrebatado todos sus sueños con una primera noche de golpizas y obligaciones que debía hacer como esposa. Obligaciones que le hicieron sentir sucia durante los últimos tres años que había estado junto a su marido.

La llevaba por los valles y montañas a ver lo hermosos atardeceres. Él, tan joven como ella, pero a diferencia de ella lleno de vida y de energía. Su rostro reflejaba el rostro de un joven lleno de expectativas, mientras que el de ella tan sólo reflejaba desdeño y deseos insaciables de huir, de tener libertad. Aquella libertad que aquél joven de su edad prometió darle a cambio de paciencia.
Con él las madrugadas se hacían cortas, los días pasaban rápido y de vez en cuando sonreía sin esfuerzo. De vez en cuando se veía algo de ilusión en aquellos ojos opacos.
Un ensueño, un dilema, lagrimas, sonrisas. Si no escapaba con él, sería esclava de su esposo. Si no escapaba llevaría una vida de miseria, llevaría la vida en la que se vió desde que comenzó todo aquello. Debía tomar una decisión inmediatamente.
¿Y si los cogían a mitad de camino? ¿Si los descubrían? ¿Qué sería de su amado? ¿Qué sería del hijo que tendrían?
No quería estar más allí, pero tampoco quería perder a su amado, estaban condenados, pero aquél joven le dijo que todo estaba listo para la fuga.
¿Y qué podía perder ella al escapar? ¿Qué de malo había en ser realmente feliz?
Decidió escapar entonces, abandonar todo y ser feliz junto al hombre que amaba. Era pecadora, era adúltera pero era feliz, se sentía amada, y eso valía la condena eterna de Dios. En ello vio una nueva oportunidad de ser feliz ya que su marido no le amaba y ahora llevaba en su vientre aquél hijo, aquella pequeña criatura que representaba el amor de los dos, el amor de dos jóvenes enamorados.

Un en sueño, un paraíso, no sabría como llamarle.